Si nos preguntamos por nuestra existencia, lo único tangible a lo que podemos acudir es el cuerpo, como entidad que nos aferra a este mundo de una manera casi forzosa. El cuerpo se entiende como herramienta de conocimiento. Nos permite percibir el entorno, sentirlo y pensarlo.
Los límites que separan el mundo interior y el mundo exterior se van difuminando, de tal forma que nuestra presencia se ve determinada por nuestro autoconocimiento y nuestras emociones corpóreas.
“El cuerpo al igual que la arquitectura, nos permite habitar un espacio, relacionarnos física y psicológicamente con el entorno, construir una identidad. El cuerpo como la unidad a través de la cual experimentamos y nos relacionamos con el espacio, el agente que permite mediar entre lo material y lo tangible.“
Laura Barros, Habitar(se) El cuerpo como lugar.
Si pensamos en cómo nos relacionamos con el espacio, es natural que nos cuestionemos la forma en que nos relacionamos con las personas.
En una sociedad en la que los cambios se suceden a un ritmo vertiginoso, crear vínculos sólidos se vuelve todo un reto. Dejamos de hablar de relaciones para hablar de conexiones.
Es lógico pensar que al establecer vínculos sobre un suelo poco firme, la integridad de nuestra identidad se pueda ver afectada. También influye la necesidad imperiosa de hoy en día por vivir experiencias nuevas. Tal y como cita el sociólogo Byung Chul Han, «El amor se enfrenta a una ilimitada libertad de elección.»